Un cajón de sastre sin fondo, una batalla desde las trincheras

lunes, 12 de abril de 2010

La retina del paladar


Me asomo a la ventana o al balcón fabuloso de la casa en la que habito, y no veo nada. La gente camina por la calle. Hacen ruido, puedo oir sus pasos. Algunos sólo pasean, otros corren y gritan, y otros se afanan en no ceder a la ley de la gravedad debido al exceso de alcohol. Pero yo no veo nada de eso. ¿Donde me he dejado los ojos? ¿Están empañados, o simplemente disminuidos ante mi falta de buen juicio, y han decidido dejar de alumbrarme? Puede ser, ahora mismo no descarto nada. Quizás me he vuelto lo que siempre he temido: Alquien que vive sin escuchar, que además está por encima de sus posibilidades. No cuesta nada prestar atención a lo importante, como apenas es una dificultad distraerse con lo más nimio. Al menos para mí, el sumo pontifice de ese arte convertido en epidemia que es la distracción. ¿En que momento dejé a un lado de pensar en los demás para preocuparme sólo por mí? en el momento en el que descubrí que sólo hay una vida, quizás, Y que, quizás, merezca la pena ser vivida. Pero no por los lugares ni los pequeños placeres ni siquiera la cultura. Por las personas, los artífices del elenco de sentimientos que alguien puede sentir. Afortunadamente aún no tenemos ningún chip en la cabeza, y nos dejan decidir por nosotros mismos (dentro de lo que hay, y sin salirse mucho del tiesto), y lo que es más importante, nos dejan rodearnos de quien queremos, de quien nos aporta algo más que una conversación, unas risas fingidas o una discusión filosófica. Nos aportan voluntad, y nos regalan la motivación de seguir creciendo, aprendiendo de todos ellos. Y lo que es especialmente importante: Nos dan energia, su energía, y nosotros aún podemos decidir si somos receptivos y la tomamos como otra fuente de salud.
Ahora es cuando me pregunto porqué me he dejado de lado a mí mismo, y porque me he engañado tanto. El hombre por fin se liberó de una pesada carga a principios del siglo pasado. Por fin, se había erradicado la esclavitud. Todo hombre y mujer tienen derecho a ser libre, a no ser manejados por otra persona, a decidir el futuro de sus vidas.
Y ahora, no hemos vuelto a esa esclavitud? Un poco más sutil y menos violenta, todo sea dicho. Pero no es esclavitud sentir la soledad en tus propias carnes? la sociedad te insta, y te vende mediante la propaganda que tú eres el dueño de ti mismo, y de tus emociones, y qué si quieres, puedes tener todo lo que deseas. Sólo hace falta atreverse a fracasar, atreverse a ser dueño de uno mismo. Todo lo demás, con esfuerzo y con tesón, vendra sólo. Y toda esta marabunta de redes sociales, de televisión multifuncional, de internet, de telefonía, al fin, de aparatos creados por el hombre se disfraza de compañía, se hace llamar compañía. Lo peor es que no sólo nos los creemos, sino que le damos la razón. Y no hay más cinismo en estas letras que en todo lo mencionado, ya que cada palabra que escribo está abierta, por así decirlo, al abismo comunicativo en el que estamos inmersos.
Hoy me he dado cuenta de una cosa. Mejor dicho, me has hecho ver algo que antes no consideraba. La soledad puede llegar en cualquier momento, y aferrarse a la piel como la tinta al papel. No pregunta, no llama antes de tocar a tu puerta. Probablemente, un buen día la notas cerca de ti. Y al día siguiente, esa sombra sin reflejo se hace más y más grande, hasta que se instaura en el día a día, en el tazón del desayuno o en el mismo autobús plagado de gente. Es tan poderosa que a veces se la presiente reflejada en los ojos que se cruzan con los tuyos, o en las hojas del abedul cuando llega el Otoño. Es lo malo de esta urraca sin compasión. Provoca tanto con un simple "estoy aquí", que parece que no hay nada de lo que no se pueda adueñar.
Es mentira. La soledad es muy destructiva, nadie lo niega. Pero también puede ser un bálsamo, sobre el que valorar los díficiles recovecos por los que transitamos. Es necesario saber estar solo, decimos, cruzando los dedos para que no se nos note la ansiedad de pensar que eso le puede tocar a uno. Que pena, que huyamos de la soledad y no podamos enfrentarnos a ella y gritar, lo más alto que uno alcance, que no vas a poder conmigo, que yo soy más que tú, que la soledad sólo es una idea, no un sentimiento. Y seguir adelante, a la espera de la próxima caricia, verbal o no, real o imaginaria, simbólica o material, que nos permita creer en nosotros, que nos otorgue la distinción de héroes de nuestras pequeñas cosas, para que en el humilde teatro que con tanto esfuerzo hemos levantado nunca se baje el telón, ni se apaguen las luces y que los aplausos se escuchen hasta en la retina del paladar, de aquí a Madrid, y de Madrid al cielo.

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